A la lectura se llega por el placer, es cierto. Empezamos a leer por placer, y de hecho sería deseable que ese placer no nos abandonara nunca. Pero llega un momento en que el placer en sí mismo parece insuficiente y hay que plantearse la lectura como una fuente de conocimiento, que a su vez es una nueva fuente de placer. Leer para gozar, leer para conocer, leer para comprender, leer para crecer como ser humano. Eso es dolorosamente necesario en un país donde la lectura todavía parece un lujo prescindible. Un país que no lee es un país inmaduro, un país donde la gente no sabe dialogar porque no sabe comprender. Es decir, un país a medio civilizar, por más ordenadores per cápita que tenga. Deberíamos soñar en un país donde la lectura nos lleve a la comprensión y al conocimiento. Es decir, a la verdadera libertad. Un país donde el individuo conozca y respete profundamente al otro: al que no tiene su color de piel, al que no piensa como él, al que no habla como él. Desgraciadamente, este sueño todavía queda lejos, pero nunca hay que renunciar a esa meta final Leer, imaginar, proyectarse. Para que el conocimiento nos haga verdaderamente libres y civilizados. El día que las bibliotecas estén más solicitadas que los campos de fútbol, que los telediarios dediquen tanto espacio a los libros como a los goles, que nuestros representantes públicos se sienten a hablar y a escuchar civilizadamente sin insultarse ni despreciarse mutuamente, que la juventud prefiera ir al teatro antes que salir a emborracharse, que la mentira y la corrupción sean perseguidas en todas partes, sea quien sea el que las cometa, que los conflictos no se resuelvan a bombazos ni con abusos de poder, aquel día sí podrá decirse con razón que hemos alcanzado la utopía.
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